Las elecciones intermedias de este domingo 4 de julio son sólo el comienzo del juicio contra Felipe Calderón. El riesgo para el segundo panista en el poder va más allá de la temida declaratoria de un Estado fallido. Calderón podría convertirse en el gran represor de grupos de ciudadanos mexicanos que perdieron la vida en crímenes de Estado, castigados por sus ideas políticas, luchas sociales y no por pertenecer al crimen organizado. El debate ya está sobre la mesa y la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), más allá de las críticas sobre su gestión, tiene un papel protagónico en esta etapa, pero sobre todo una gran responsabilidad social.
El problema al que se enfrentarán los defensores de los derechos humanos es que la administración de Calderón se ha esforzado por garantizar la impunidad de los militares que asesinan civiles o les violan sus derechos humanos. De acuerdo con Human Rights Watch, “el sistema de justicia militar mexicano está muy lejos de cumplir con su obligación de impartir justicia en casos de abusos militares contra civiles”.
La organización internacional señala, en su reporte Impunidad uniformada, que “las investigaciones militares sobre violaciones graves de derechos humanos, cometidas por militares contra civiles durante las últimas décadas, no han concluido con sanciones de los responsables y han reforzado una cultura de impunidad”.
Cita como ejemplo que, en enero de 2009, funcionarios de alto rango de la Secretaría de la Defensa Nacional dijeron a sus representantes que eran “muchas” las imposiciones de condenas penales contra personal militar por delitos cometidos contra civiles. “No obstante, sólo pudieron recordar un único caso de 1998”.
En la “guerra” contra el narcotráfico de Calderón, los ciudadanos han sido las víctimas y su administración el ejecutor de una nueva edición de la guerra sucia que entre 1960 y 1970 caracterizaron los peores años del autoritarismo priista.
En la etapa final de su administración, el saldo arroja números preocupantes que colocan a México en total incumplimiento de los acuerdos multilaterales para vigilar y respetar la defensa de los derechos humanos.
Una investigación de la revista Contralínea en su edición 189 así lo confirma: al menos un centenar de activistas, periodistas y políticos han sido ejecutados en el gobierno de Calderón Hinojosa.
En este mismo periodo, la Procuraduría General de la República (PGR) admite tener conocimiento de 35 crímenes de lesa humanidad, de acuerdo con la respuesta a la solicitud de información 00017000150309 hecha por este semanario.
Además, mientras la estrategia militar antinarcóticos incluye caravanas de la muerte, el Estado mexicano se ve implicado en miles de ejecuciones extrajudiciales de civiles y supuestos delincuentes.
Esta nueva guerra sucia se encubre en la supuesta lucha contra las drogas que patrocina Estados Unidos y consuma el gobierno del panista Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, con 94 mil 540 militares en las calles.
Como en las décadas de 1960, 1970 y principios de la de 1980, luchadores, líderes sociales, defensores de los derechos humanos, políticos y periodistas son victimados a mansalva, escribe la reportera Nancy Flores.
De esta forma, la “guerra” contra el narcotráfico es en realidad una guerra social que busca propósitos no confesados, señala el politólogo y antropólogo Gilberto López y Rivas, investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia-Morelos, consultado entre las fuentes del reportaje “Calderón reedita la guerra sucia”.
Se trata de un proceso de militarización y de criminalización de las luchas sociales, en donde se ve la mano de un Estado autoritario dispuesto a usar la violencia selectiva.
Como lo hizo en el pasado, a través de la guerra sucia de décadas pasadas con desapariciones forzadas, la diferencia es que ahora Calderón lo hace con la impunidad en el terreno represivo, supuestamente, en contra de los cárteles de las drogas.
Los números lo confirma, en lo que va de la administración federal, más de 23 mil civiles han sido ejecutados extrajudicialmente. De éstos, al menos 55 eran activistas; 33, periodistas, y 20, políticos, revela una investigación hemerográfica porque evidentemente el ninguna dependencia del gobierno federal ofrece cifras sobre el fenómeno.
Lo que es un hecho que las organizaciones no gubernamentales y la decisión de la sociedad comienza a manifestarse cada vez con más fuerza y el resultado de las elecciones de este domingo 4 de julio será un claro reflejo de la inconformidad de la sociedad con un sistema autoritario y prepotente.
Los políticos tampoco están libres de esta guerra sucia. La más reciente ejecución es la ocurrida el 28 de junio pasado, la del candidato priista al gobierno de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, acribillado junto con tres personas más de su equipo en el municipio Soto La Marina.
Además, de acuerdo con datos del Frente Democrático Oriental de México, en este gobierno se cuentan 4 mil desapariciones forzadas por motivos políticos y sociales. “El narcotráfico – se confirma otra vez – se ha convertido en un pretexto del gobierno federal para convertir al Estado en patrullaje militar y fascismo opresor del pueblo”, indican los representantes de esa asociación.
Tal es el caso de Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, militantes del Ejército Popular Revolucionario, desaparecidos el 25 de mayo de 2007 tras ser detenidos por policías federales.
La Subprocuraduría de Derechos Humanos, Atención a Víctimas y Servicios a la Comunidad –que depende de la Procuraduría General de la República– admite conocer 35 crímenes de lesa humanidad relacionados con desaparición forzada,
El juicio a Calderón
Aunque el gobierno federal impulsa la creencia de que todas las personas ejecutadas y desaparecidas son víctimas de la delincuencia organizada, asociaciones civiles señalaron en su momento que cada uno de los homicidios de los activistas fueron crímenes de Estado.
Los asesinatos se caracterizan, en su mayoría, por sus victimarios: comandos armados no identificados, que acabaron con la vida de los luchadores sociales a balazos, incluyendo el tiro de gracia. Algunos activistas fueron previamente levantados y sus cuerpos presentaron huellas de tortura.
Respecto de la veintena de políticos, sus muertes sucedieron en medio de procesos electorales. En total, más de un centenar encajan en la definición de crímenes políticos o de Estado.
Uno de ellos, el que cobró la vida de Armando Villarreal Martha –dirigente de la Organización Agrodinámica Nacional, líder de productores y campesinos que exigen la revisión de tarifas eléctricas para consumo agrícola y opositor al Tratado de Libre Comercio de América del Norte–, perpetrado el 14 de marzo de 2008 por un comando armado.
También, el de Benjamín Franklin Le Barón Ray –sucedido el 8 de julio de 2009–, quien encabezaba un movimiento social en contra del secuestro en Chihuahua. Según su familia, 20 hombres armados y con vestimenta militar lo secuestraron en su casa, ubicada en el municipio de Galeana.
O el del comandante Ramiro, del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente. El 4 de noviembre de 2009, siete narcoparamilitares, liderados por el Cuche Blanco Palacios, le tendieron una emboscada en la comunidad de Palos Grandes, municipio de Ajuchitlán, Guerrero.
—Las violaciones a los derechos humanos seguirán presentándose mientras las Fuerzas Armadas estén en la calle. Seguirá latente, con justa razón, la percepción ciudadana de que el gobierno está reprimiendo a sus opositores, dirigentes sociales e inconformes que ya miran a la insurrección ante las condiciones económicas, de inseguridad y de acoso –señala el general brigadier en retiro Samuel Lara Villa.
Agrega: “Hay muchos casos en los que las autoridades aplican el disimulo y la impunidad a las corporaciones represoras. Asoma la guerrilla: el caso del comandante Ramiro, que preventivamente fue ejecutado por cometer el error de anunciar, de manera imprudente, la reactivación de la lucha armada. La guerrilla asciende cada día en el rango de las amenazas a la seguridad nacional”.
El Programa para la seguridad nacional (2009-2012) revela que, entre 2010 y 2012, el gobierno federal intensificará su proyecto castrense de “recuperación” de territorios controlados no sólo por el narcotráfico, sino sobre todo por la guerrilla.
El antecedente inmediato a estas prácticas gubernamentales ocurrió en las décadas de 1960 a 1980, cuando los gobiernos priistas emplearon la fuerza para acabar con la disidencia política.
Ahora, las prioridades de la administración calderonista son: “Recuperar el control pleno en territorios endémicamente afectados por las actividades delictivas” y “recuperar aquellos espacios que han sido cooptados de manera ilegítima por terceros, subvirtiendo el orden constitucional”.
Caravanas de la muerte
En esta nueva guerra sucia, la responsabilidad del gobierno federal mexicano no se reduce a los asesinatos políticos y las desapariciones forzadas. También alcanza a la llamada limpieza social: ejecuciones selectivas en contra de delincuentes, presuntos delincuentes, adictos, estudiantes, disidentes y civiles.
La más reciente, ocurrida el pasado 26 de junio en el Centro de Rehabilitación Fuerza para Vivir, AC, ubicado en Gómez Palacio, Durango. Ese día, un comando armado, que arribó al lugar a bordo de varios vehículos, asesinó a nueve personas e hirió de gravedad a otras ocho.
Entre las más dramáticas ejecuciones colectivas, está también la de Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez, Chihuahua. El 1 de febrero de este año, un comando armado irrumpió en una fiesta estudiantil y asesinó a 16 adolescentes. Además, lesionó a otros 12 muchachos.
Respecto de esta matanza, Calderón afirmó que se trataba de jóvenes implicados en la delincuencia organizada. Ante la imposibilidad de probar su dicho, finalmente se retractó.
Según las autoridades federales, los comandos armados son parte de la base social del crimen organizado. No obstante, podrían ser las reeditadas caravanas de la muerte que financia la propia administración calderonista.
Como lo informó la columna Oficio de Papel (el 29 de diciembre de 2008), el gobierno ha creado grupos clandestinos de elite militar similares a la Brigada Blanca (utilizada durante la Guerra Sucia para exterminar a las guerrillas rural y urbana).
Informantes de alto nivel del Ejército Mexicano –que solicitan el anonimato– afirman que los comandos militares operan en zonas territoriales específicas del país, aunque no como parte de los operativos conjuntos que se han acordado entre el gobierno federal y los gobiernos estatales.
Desde mediados de 2008, las caravanas de la muerte estaban bajo las órdenes del general Mario Arturo Acosta Chaparro, quien fuera procesado por abuso, tortura y desaparición de por lo menos 143 personas supuestamente vinculadas a grupos subversivos de Guerrero, en la década de 1970 y principios de 1980.
—El Ejército está actuando para detectar a luchadores sociales y cualquier foco de disidencia, a través de los grupos de información de zona. El Ejército tiene infiltrada a toda la sociedad a través de esos grupos clandestinos, conocidos como Gizes. Una vez que son detectadas las personas que son incómodas al Ejército o al gobierno, las ejecutan. Aquí no pasa nada: ejecutan, torturan, violan mujeres. Hay 3 mil 175 quejas en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y no pasa nada –indica el general brigadier Francisco Gallardo.
El también académico de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México explica que “las Fuerzas Armadas se han dedicado a desarticular los movimientos sociales, a través de ejecuciones contra objetivos seleccionados, como el caso de Ramiro en Guerrero, y de luchadores sociales en Chihuahua”.
Felipe Calderón se enfrentará ahora al juicio de la historia y no bastarán los decretos presidenciales de última hora para desaparecer parcialmente impuestos como la tenencia o reducir los trámites fiscales para el pago de impuestos. Ahora el clima de violencia e inconformidad es tal que ni siquiera la clase media lo reconocerá. Calderón llegará sólo a sus últimos días de gobierno pero con la sentencia de hacer sido el autor de los años de la nueva guerra sucia en México.