Lunes 15 de marzo de 2010

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En las filas del Ejército, al menos entre los mandos superiores, una preocupación ronda el ambiente, más allá del desarrollo, las bajas y las amenazas de la guerra intestina que se vive. La presencia del crimen organizado está cambiando a esta institución que comienza a preguntarse si el gobierno de Felipe Calderón da los pasos correctos para apoyar su presencia en poblaciones y comunidades, y al mismo tiempo enfrentar en las calles a grupos delincuenciales y hacerse cargo de abatir el tráfico de drogas.

Más allá de las modificaciones a leyes y hasta a la propia Constitución que respalde al Ejército en cada paso que da en la contienda contra las organizaciones de narcotraficantes, los acuerdos extra legales comienzan a inquietar a los miembros de las fuerzas armadas, quienes en privado cuestionan duramente las decisiones que se toman en Los Pinos y la estrategia hasta ahora fallida para contener al crimen organizado y disminuir la producción, transportación, venta y consumo de estupefacientes en el país. También apuntan hacia un secretario de Estado que, aseguran, tiene vínculos con bandas del narcotráfico y mucho dinero guardado en bancos europeos.

Pero las instrucciones son directas desde la casa presidencial, aunque contradictorias. Algunos legisladores, con el legítimo argumento de proteger los derechos humanos de la población civil, comienzan a pedir que las fuerzas armadas salgan de esta lucha que parece no tener fin, mientras que los principales cárteles de la droga – como se lo dimos a conocer la semana pasada – aseguran que están llegando a un acuerdo con el gobierno federal para reorganizar el negocio y sacar del problema a grupos de sicarios. Este parece ser el peor de los escenarios, en donde el gobierno de Felipe Calderón va perdiendo la guerra y su imagen anda por los suelos, mientras que los grupos delincuenciales cada día se fortalecen más.

Las fuerzas armadas, ha dicho el secretario de la Defensa Nacional, el general Guillermo Galván Galván, seguirán supeditadas a las decisiones del Poder Ejecutivo. Ha reconocido, también, a Felipe Calderón como el máximo jefe de los grupos castrenses en el país. El problema, sin embargo, podría presentarse en el momento en que estos grupos se sintieran traicionados por el propio Poder Ejecutivo cuando tengan que asumir toda la carga social por la violencia que diariamente ocurre en todo el país, cuando lo único que hacen es cumplir el papel de policías a que los obligan desde Los Pinos, sin que estén capacitados para ello y esto ocasiona múltiples violaciones a los derechos humanos.

El gobierno federal, además, para evitar que el Estado fallido también involucre la relación con el Ejército, debería revisar las estrategias de comunicación en la guerra contra el narcotráfico. Hasta ahora, es un hecho que no se ha presentado una revisión integral de la situación que viven los jefes de las zonas militares, que lo mismo tienen que enfrentarse a la prensa local que hacerse cargo de la relación con la población civil, sin que las áreas de comunicación del gobierno federal hagan algo para ayudar.

Por ello, el resultado ha sido desalentador y entre la opinión pública permean e influyen los casos de violaciones a los derechos humanos que involucran al Ejército. Está fallando, por lo tanto, el blindaje en materia de imagen e información que los expertos del gobierno federal deberían planear para el Ejército. Simplemente no hay estrategia de comunicación desde Los Pinos y dejan a los generales que además de planear la lucha contra el crimen organizado, se conviertan en jefes de prensa del Ejército

Mientras las fuerzas armadas navegan en ese peligroso fango de graves acusaciones a los derechos humanos, el gobierno de Felipe Calderón sólo piensa en cómo aprovechar esta etapa de la guerra contra el narcotráfico como una divisa política de su administración con miras a las próximas elecciones y, sobre todo, de su partido que está sumido en una profunda crisis.

Es cierto, Calderón declaró la guerra, al menos así lo dijo ante los micrófonos y las cámaras de los medios de comunicación, pero ha sido el Ejército el que se ha hecho cargo del trabajo y de todos los costos de estas decisiones presidenciales, pues ni la Procuraduría General de la República, ni el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), ni la Secretaría de Hacienda en lo que corresponde a combatir el lavado de dinero o la Secretaría de Seguridad Pública, han cumplido con su responsabilidad para la cual utilizan miles de millones de pesos del presupuesto público.

Por eso en el Ejército los oficiales se preguntan en qué momento el gobierno de Felipe Calderón dará un golpe de timón en su guerra contra el narcotráfico. No sólo se refieren a las urgentes modificaciones legales – que necesitarían el apoyo comprometido de los políticos en el Congreso – sino a los mensajes que envía el gobierno federal a la población civil y en donde el Ejército, por lo problemas inherentes a esta confrontación armada, está quedando desprotegido, al menos frente a la población víctima de esta guerra.

Es claro que las organizaciones de narcotraficantes utilizan como estrategia enviar mensajes a la población, en donde establecen su control territorial de varias zonas del país, lo que les autoriza para pedir tranquilidad a la población y proponer pactos de no agresión – “siempre y cuando no salgan de sus casas” – mientras ellos limpian las calles y será entonces cuando la guerra se termine. Pero en el Ejército se preguntan si es al crimen organizado al que le corresponde declarar por terminada esta guerra.

En esta etapa, la prensa también se ha visto vulnerada y en los últimos días medios de comunicación de Estados Unidos y Europa han dado cuenta de las amenazas que rodean a los periodistas que cubren la guerra fallida de Calderón. Los secuestros y las amenazas no son gratuitos y la prensa tampoco tiene alternativas. Es por esta razón que el gobierno de Calderón necesita realizar un corte de caja y analizar cuidadosamente los escenarios para no ver reducido el apoyo de las entidades capaces de enfrentar a este flagelo. Sin embargo, preocupa que en las últimas semanas, mientras aumenta la información de diferentes fuentes – incluyendo al crimen organizado-, el gobierno federal está más preocupado por los escándalos políticos y partidistas, en donde también pierde de todas, todas.

La crisis del Cisen

Y para continuar con este asunto del crimen organizado que ha tomado visos graves de riesgo a la seguridad nacional, mientras el Ejército mexicano asume toda la responsabilidad de la violencia desatada, el órgano responsable creado para cuidar la seguridad del Estado, el Cisen, hace agua y se sume en sus incapacidades, negligencias, omisiones y onerosos gastos.

En una investigación de la revista Contralínea, el reportero Zósimo Camacho informa de cómo ese órgano de inteligencia civil al servicio del Estado mexicano se ha convertido sólo en un instrumento de espionaje político al servicio de la Presidencia de la República, una prueba de ello es que en los últimos cinco años, desde febrero de 2005, cuando entró en vigor la Ley de Seguridad Nacional y con ello se autoriza al Cisen para intervenir líneas telefónicas y correos electrónicos, los jueces han autorizado el espionaje telefónico y cibernético contra 72 personas, y han rechazado o negado otras cinco peticiones, aunque nadie puede asegurar que estas negativas impidieron a los escuchas de Cisen espiar a dichas personas.

La duda del trabajo de ese órgano de inteligencia es cómo explicar que en plena lucha contra el crimen organizado, en donde los muertos se acumulan en casi 17 mil personas en todo el país, el Cisen apenas solicitó autorización para intervenir líneas telefónicas a 77 personas. Es decir, que las intervenciones telefónicas que se cuentan en miles carecen de autorización judicial, lo que las convierte en ilegales y a ese órgano de inteligencia en violador de los derechos humanos, pero como en Los Pinos y en el PAN les interesa saber qué hablan los opositores del gobierno, no importa que se vulneren los derechos fundamentales ni que se viole la privacidad de mexicanos.

Por lo anterior nadie puede creer en las cifras del Cisen, pues lo único que revelan es información que justifica un recurso legal, porque en realidad el Cisen sigue espiando a miles de mexicanos sin autorización, lo que significa una violación flagrante a los derechos humanos. A este espionaje debemos agregar lo que hacen por su lado la Secretaría de Seguridad Pública con su Plataforma México o la Secretaría de Hacienda con aquellos aparatos sofisticados que adquirió Francisco Gil Díaz cuando fue su titular para espiar a quien se le antojara. México sigue siendo el país de la impunidad.

Para conocer más de este espinoso tema del espionaje y la inteligencia del Estado mexicano, es recomendable la lectura del libro Cisen, auge y decadencia del espionaje mexicano, del reportero Jorge Torres, en donde explica la fallida política de inteligencia y seguridad nacional de los últimos sexenios y de cómo este órgano que le cuesta miles de millones de pesos al erario público, es sólo un instrumento de vil espionaje al servicio de políticos panistas, sin que le interese la seguridad nacional que está en riesgo desde que a Calderón se le ocurrió declararle la guerra a algunas bandas que trafican con drogas.

En uno de sus capítulos recuerda aquel episodio ocurrido hace 10 años, en donde el entonces director del Cisen, Alejandro Alegre, actual funcionario del Banco de México, ordenó acosar y perseguir a mi familia para impedir que siguiera investigando hechos de corrupción en Petróleos Mexicanos. Esto desató una investigación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos que culminó, por primera vez y con evidencias suficientes del abuso del Cisen, con una recomendación en contra de un órgano de seguridad nacional por acoso y hostigamiento contra un periodista y su familia. Ahora, por este libro, me entero de que el tal Alegre declaró posteriormente que sólo se trataba del miedo que yo tenía porque me pudieran desaparecer, como si los crímenes contra periodistas fueran sólo una ilusión, pero la realidad es que ese funcionario de Gobernación cumplía órdenes sin protestar para torcer la ley y asegurar así que la maquinaria de la corrupción gubernamental estuviera bien aceitada.

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