En la desesperada “guerra” contra el narcotráfico que libra el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa y que hasta ahora parece perdida, una de las estrategias ha sido copiar del pasado la guerra sucia que desataron gobiernos priístas al utilizar al Ejército y a los cuerpos policiales en contra de luchadores sociales, opositores al régimen y guerrilleros que no veían otra alternativa más que tomar las armas para hacer justicia contra los caciques, el abuso del poder y la dictadura. En el colmo de la desesperación del actual gobierno que no logra legitimarse, ha recurrido al “reciclaje” de personajes acusados de crímenes de lesa humanidad que se cometieron, a nombre del Estado mexicano y por órdenes presidenciales, durante las décadas de 1960, 1970 y principios de 1980.
De ese lúgubre periodo, no sólo se desconoce el número exacto de las cientos de víctimas desaparecidas o asesinadas, sino que los visibles responsables nunca fueron condenados por sus actos. Una prueba de ello fue el enorme gasto de la fiscalía (Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, dependiente de la Procuraduría General de la República) creada durante el gobierno de Vicente Fox para atender esos delitos y que jamás pudo llevar a prisión a los responsables, a pesar de que había señalamientos concretos en contra de un expresidente, Luis Echeverría, y varios miembros de su gabinete, así como de exjefes policiales.
Ahora, organizaciones defensoras de los derechos humanos han documentado al menos 23 desapariciones forzadas de activistas sociales o con móvil político, ocurridas de diciembre de 2006 a mayo de 2008. Aunque la cifra de levantados con este perfil podría superar los 300 (revista Contralínea. Periodismo de Investigación, 1 de junio de 2008).
Más aún, en días pasados se dio a conocer el saldo oficial de la “guerra” contra el narcotráfico: en lo que va del sexenio calderonista, se han perpetrado más de 7 mil ejecuciones –en su mayoría civiles– supuestamente relacionadas con el crimen organizado, pero sin aclarar.
La decisión calderonista de copiar estrategias de la guerra sucia se habría dado en este contexto, cuyo origen no sólo es la ilegitimidad con la que nace el actual gobierno –acusado por la oposición de llegar al poder tras cometer fraude electoral–, sino la ingobernabilidad que propició la gestión de Vicente Fox: durante su sexenio creció exponencialmente el llamado narcomenudeo y, según cifras y declaraciones de funcionarios del gobierno de Calderón, la delincuencia organizada creció al permitírsele operar con total libertad e impunidad, como si se tratara de un acuerdo pactado entre gobierno y crimen organizado, tal como hace unos días lo sugirió el exvocero presidente Rubén Aguilar.
Fuentes cercanas a la seguridad pública explican que, desde la Secretaría de Gobernación, se habrían organizado comandos clandestinos de elite militar similares a la Brigada Blanca (corporación creada por el gobierno durante la Guerra Sucia para exterminar a las guerrillas rural y urbana), cuyo objetivo fue “erradicar” el descontento social por medio del asesinato y la desaparición forzada, incluso de niños, mujeres y ancianos.
Los informantes, que han solicitado el anonimato, aseguran que la “diferencia” es que ahora se busca administrar la violencia que azota al país, atribuida a la delincuencia organizada, y en forma paulatina contenerla y extinguirla de una manera que hace recordar a los escuadrones de la muerte que han visto su florecimientos en países latinoamericanos marcados por las dictaduras militares. Este parece ser el signo del gobierno panista de ultraderecha que comanda Felipe Calderón como jefe máximo de las fuerzas armadas y principal responsable de la inseguridad que agobia a todo el país.
Sin embargo, como en el tiempo de la guerra sucia, los comandos militares se mueven en la clandestinidad y tienen “permiso” para ajusticiar a los “narcotraficantes”; además, al margen de los operativos conjuntos, que tampoco rinden cuentas a nadie y que han cometido ya suficientes excesos en contra de la población civil, como el caso de la anciana indígena de Zongolica, Veracruz, Ernestina Ascencio, o las familias acribilladas en supuestos retenes de Sinaloa.
El problema con estos comandos clandestinos, evidentemente, va más allá de la violación de las leyes y los derechos humanos: las instituciones mexicanas y sus funcionarios públicos, incluyendo al Ejército, se han corrompido y están infiltradas por el crimen organizado, además de los miles de soldados que han desertado para involucrarse en las bandas criminales. Ejemplo de ello son los Zetas: exmilitares a quienes se les ubica como el “brazo armado” del cártel del Golfo, encargados de ejecutar a los “enemigos” de este grupo delictivo en la disputa por las plazas destinadas a la venta, trasiego y recepción de drogas.
También está el caso del oficial militar Arturo González Rodríguez, integrante de la guardia presidencial y arraigado por la Procuraduría General de la República el pasado 26 de diciembre, con motivo de la “Operación Limpieza” contra servidores públicos que dieron información reservada a personas no autorizadas.
Otro grave problema relacionado con estos grupos clandestinos de elite militar es la denuncia hecha por asociaciones civiles de defensa de los derechos humanos, respecto a que la “guerra” contra el narcotráfico es una simulación que tiene por objetivo real acabar con el descontento social en crecimiento.
Pero no sólo el gobierno ha tomado la determinación de crear grupos paramilitares para validar una lucha contra el crimen organizado que va perdiendo, también grupos empresariales ha decidido contratar expertos extranjeros y nacionales en asuntos de seguridad, vigilancia y represión en contra de todo aquel que se atreva a amenazar, intimidar, agredir o secuestrar a alguno de sus integrantes o familiares. En esta lucha esos cuerpos de élite militar privados cuentan con el apoyo y consentimiento de funcionarios de primer nivel gubernamental, así como de los jefes policiacos, pues al fin de cuentas como el gobierno no puede garantizar la seguridad de las personas, es permisivo en el abuso de estos grupos con tinte paramilitar de autodefensa privada.
La clandestinidad de escuadrones de la muerte
Pero volvamos a la cuestión gubernamental y sus grupos clandestinos de choque, en donde según indican las fuentes, esos comandos militares estarían operando en zonas territoriales específicas del país, aunque no como parte de los operativos conjuntos que se han acordado entre el gobierno federal y los gobiernos estatales.
Por ejemplo, revelan que uno de éstos grupos paramilitares gubernamentales opera en el sureste de México, bajo las órdenes del ya legendario general Mario Arturo Acosta Chaparro, procesado hace algunos años por abuso, tortura y desaparición de por lo menos 143 personas supuestamente vinculadas a grupos subversivos de Guerrero, en la década de 1970 y principios de 1980.
En la conflictiva zona asignada a quien fuera parte de la Brigada Blanca –y que también fungió como director de los Servicios Especiales de la extinta Policía Judicial de Guerrero durante el sexenio del tirano gobernador Rubén Figueroa Figueroa–, se localizan las guerrillas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente y del Ejército Popular Revolucionario (que cuenta entre las 23 víctimas desaparecidas en este sexenio a Edmundo Reyes Amaya y Alberto Cruz Sánchez, detenidos y desaparecidos el 25 de mayo de 2007).
Luego de su liberación, ocurrida en junio de 2007, Acosta Chaparro no sólo habría recuperado sus cargos y honores militares, sino que habría sido reinstalado en una “misión” que conoce muy bien: aunque supuestamente ahora el enemigo a vencer son las bandas del narcotráfico y no la guerrilla, la cual es considerada por el gobierno como controlada.
De acuerdo con las fuentes consultadas, la orden habría sido dada desde la Secretaría de Gobernación (aunque la autorización saldría desde la misma Presidencia de la República), en los tiempos en que el fallecido Juan Camilo Mouriño dirigía la seguridad interna del país. En un acto desesperado por los malos resultados en el control de la delincuencia y la violencia criminal que cada día crece más en todo el país.
Como se recordará, el general brigadier fue detenido el 30 de agosto de 2000 –junto con el fallecido general Francisco Quirós Hermosillo–, acusado de brindar protección al cártel de Juárez y a su entonces líder Amado Carrillo Fuentes, alias el Señor de los Cielos.
Acosta Chaparro pasó seis años y 10 meses privado de su libertad en la prisión del Campo Militar Número 1, de la ciudad de México (donde ahora permanece el estadunidense Édgar Valdez Villarreal, alias La Barbie, principal pistolero de Arturo Beltrán Leyva) y logró su exoneración por medio del juicio de amparo 29/2007.
La sentencia dictada el 27 de junio de 2007 por el Quinto Tribunal Colegiado en Materia Penal, con sede en el Distrito Federal, obligó a que le fueran restituidos todos sus derechos: sus emolumentos, su grado de general y su libertad. Y ahora su reinstalación por órdenes presidenciales para combatir al crimen organizado.
Además de ser juzgado por la supuesta comisión de delitos contra la salud, cuya sentencia alcanzó 15 años de prisión (pero que fue modificada en agosto de 2005 y anulada en 2007 por el Quinto Tribunal Colegiado en Materia Penal), a finales de 2002 fue notificado de un proceso penal en su contra por el delito de homicidio calificado en contra de 143 personas, a quienes se les vinculó a la guerrilla y que habrían sido ejecutadas y arrojadas al mar desde un avión Arava IAI-201, de fabricación israelí, en las costas de Oaxaca, durante la guerra sucia.
El 28 de junio de 2006, el juez cuarto de Justicia Militar, Domingo Arturo Salas Muñoz, absolvió a Acosta Chaparro de estos crímenes de lesa humanidad y decretó el auto de libertad bajo el argumento de “desvanecimiento de datos”.
Según informó el reportero Gustavo Castillo, en el diario La Jornada, “esta decisión de la justicia militar se dio días después de que el entonces titular de la Secretaría de la Defensa Nacional, Ricardo Clemente Vega García, hizo un llamado público a los mexicanos a saber perdonar y a poner atención ‘en que no se nos vaya la nación de las manos’”.
Por órdenes de la administración calderonista, el general Mario Arturo Acosta Chaparro regresa a una zona que conoce a la perfección, acompañado de un grupo de elite militar y cubierto con el manto presidencial de la impunidad, para recetarnos lo que el gobierno considera la solución a la violencia del crimen organizado. Con la crisis económica, los despidos masivos, las soluciones gubernamentales y el creciente descontento social, días aciagos nos depara este 2009.
El torturador
El periodista guerrerense Juan Carlos González ha escrito que el exguerrillero Octaviano Santiago Dionicio conoce bien la crueldad del general Arturo Acosta Chaparro. Atado de manos y con los ojos vendados, Santiago Dionicio fue trasladado de la ciudad de México al puerto de Acapulco. La amenaza y la tortura mental no cesaron en todo el trayecto: “que si mucho me habían preocupado los presos políticos, ahora debería festejar la fecha, porque por fin iba a tener la posibilidad de saber en dónde se encontraban”; sólo tenía cinco horas de vida. El mar ya había sido la tumba para otros que, como él, se habían querido pasar de “valientitos”.
A las nueve de la noche del 8 de noviembre de 1978, arribaron al puerto. Fue llevado a una cárcel clandestina, a unos metros de la oficina del jefe de la Policía en Guerrero, el teniente coronel Mario Arturo Acosta Chaparro Escápite: “personaje cobarde que, aprovechando el uniforme, dirigió y cometió las torturas más viles de que tenemos memoria”.
Junto con otras víctimas de la guerra sucia, Santiago Dionicio ha acusado a este personaje ante la Procuraduría General de la República (PGR), como el culpable de la detención, tortura y desaparición de muchos. “Hemos ido a la PGR a denunciarlo y ratificado nuestras declaraciones; y el señor anda como si nada”.
Entre los denunciantes se encuentran Alejandra Cárdenas Santana, Eloy Cisneros Guillén, Arturo Gallegos Nájera, Saúl López Sollano, Juan García Costilla, Guadalupe Galeana Marín, Andrés Nájera Hernández, Joel Iturio, Anita Teresa Estrada y Nicomedes Fuentes García.
“Él desapareció a mi primera compañera, María Concepción Jiménez Rendón, en 1977″, dice nostálgico el excompañero de armas de Lucio Cabañas. También a Paulo Santana López, Fredy Radilla Silva, Eusebio Peñaloza, entre otros. Esto obra en las actas que levantamos en la PGR porque tenemos pruebas», dice.
El exguerrillero recuerda: “él me torturó personalmente en 1978, en una cárcel clandestina en el ciudad de México. Cuando lo agarraron no fue por los hechos de tortura, sino por sus nexos con el narcotráfico. Sin embargo, hace unos meses lo liberaron, y lo acaban de condecorar por sus servicios a la patria. Es un insulto a nuestros desaparecidos, a nuestra historia nacional y a las luchas más grandes que buscan la libertad; es una bofetada a los derechos humanos, a nuestras instituciones republicanas que tanto han costado”.
Sin embargo, no descarta que con su lucha, Arturo Acosta Chaparro tenga que regresar a la cárcel, para responder por los crímenes de lesa humanidad. Muchos organismos internacionales lo han señalado también como responsable de ellos.
Sus protectores no podrán resistir lo pesado de los señalamientos, advierte Santiago Dionicio, y finalmente cada día se están reduciendo. El ejemplo de Argentina, Uruguay y Chile van a tener que repercutir de manera positiva aquí; los criminales no pueden tener impunidad en ninguna parte del mundo, y México no puede ser la excepción. Estoy convencido de que pronto la justicia va a brillar en los cuarteles y fuera de los cuarteles.