Para seguir con la “sospecha” presidencial de que se acabaron los pobres de este país, al Instituto Nacional de Estadística Geografía e Informática (INEGI) se le ocurrió cancelar definitivamente el Censo Nacional Agropecuario, lo que anula la posibilidad de contar con datos más cercanos a la realidad sobre la lacerante pobreza que hay en el campo mexicano y permite que las autoridades gubernamentales puedan especular con las estadísticas agropecuarias, pues según cifras oficiales la pobreza ha disminuido en el campo, pero no porque millones de campesinos hayan mejorado sus niveles de vida, sino porque los mexicanos ya no tendremos información fidedigna para conocer la cruda realidad.
Así, el presidente del INEGI, Gilberto Calvillo Vives, se reunió hace unas semanas con el diputado Miguel Luna Hernández, presidente de la Comisión de Desarrollo Rural de la Cámara de Diputados, para informarle que ese Instituto había decidido que no realizarían el Octavo Censo Nacional Agropecuario, lo que significa que la administración de Vicente Fox terminará sin tener información estadística actualizada del sector agropecuario, cuya antigüedad se extiende ya por más de 14 años.
Todo empezó cuando a finales del año pasado la Cámara de Diputados autorizó 819 millones de pesos, que corresponden al 50 por ciento del presupuesto solicitado por el INEGI, para realizar el Octavo Censo Agropecuario, pendiente desde 2001, con el inicio del gobierno del cambio, por lo que los legisladores de la Cámara baja propusieron al principal centro de estadística del país realizarlo con personal de servicio social para reducir la inversión en nómina.
Sin embargo, desde diciembre pasado el INEGI preveía que el Censo Nacional Agropecuario podría estar en peligro de no realizarse debido a la falta de recursos, luego de que para el presupuesto del 2004 se habían solicitado mil 600 millones de pesos.
El motivo de fondo para cancelar dicho instrumento estadístico que debería servir para la planeación de las prioridades en este país, es que la Junta de Gobierno del INEGI, que preside el secretario de Hacienda, Francisco Gil Díaz, decidió unilateralmente que el censo para el campo no era prioritario, lo que según el diputado Miguel Luna Hernández es un grave error.
Así, a menos de dos años de que inicie la apertura plena del sector agropecuario con motivo del Tratado de Libre Comercio firmado con Estados Unidos y Canadá, México no contará con información estadística actualizada sobre este importante sector y, de acuerdo con Luna
Hernández se obstaculizará los esfuerzos y proyectos para reducir el volumen de inversiones agroalimentarias.
Por ello, el presidente de la Comisión de Desarrollo Rural de la Cámara de Diputados informó que este miércoles 9 la mesa directiva de la Comisión que encabeza citó a la Comisión Intersecretarial que preside el secretario de Agricultura, Javier Usabiaga, para que explique la cancelación de este Censo Nacional Agropecuario.
Sin duda que la política económica de Vicente Fox sigue tratando de ignorar la pobreza que hay en el campo mexicano, aunque para ello sólo cierren los ojos.
El rescate de los bancos
En una entrega anterior habíamos hecho referencia a un amplio análisis sobre el Fobaproa y el IPAB, en donde el asesor financiero Mario di Costanzo sostiene que el convenio firmado entre la Secretaría de Hacienda y la banca para sustituir los pagarés del Fobaproa por pagarés del IPAB, fin de aceptar éstos como deuda pública, “viola el procedimiento establecido por el Congreso”, por lo que demanda frenar esta arbitrariedad.
En la segunda parte de la investigación, se refiere al Informe Mackey, en donde se señala que el Fobaproa no era un instrumento diseñado para “rescatar bancos”, ni contaba con los recursos técnicos ni financieros necesarios para enfrentar una crisis sistémica, y menos aún al no haberse establecido reglas de operación como establecía su mandato de ley.
Así, el Fobaproa instrumentó programas de apoyo a deudores y bancos. Tanto en el Procapte como en el Programa de Ventanilla de Liquidez las instituciones debieron garantizar los apoyos con acciones propias, siendo estos apoyos en su mayoría préstamos de corto plazo que las instituciones bancarias liquidaron con excepción de Inverlat.
Derivado de esta situación y a menos de 4 años de su privatización, Di Costanzo sostiene que de acuerdo con información de Hacienda y de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores entregada al Congreso de la Unión, seis bancos mexicanos habían recibido para ese entonces, apoyos directos del gobierno federal a través del Fobaproa por un monto de 45 mil 350 millones de pesos: Banco Unión 16 mil 753 millones; Banca Cremi 6 mil 987 millones; Banpaís 10 mil 483 millones; Banco Obrero mil 187 millones; Banorie 2 mil 657 millones, e Inverlat 7 mil 283 millones.
El Programa de Intervención y Saneamiento buscaba solucionar los problemas de liquidez y descapitalización a través de aportaciones de capital contra la participación accionaria, al asumir la CNVB el control de las instituciones, lo cual estaba previsto en la Ley de Instituciones de Crédito. Así, durante el periodo de 1994-1998, la CNVB intervino 12 instituciones financieras, primero Banco Unión el 1º de septiembre de 1994 y la última Banca Confía en agosto de 1997. Más tarde, en 1999, el IPAB tomaría el control de Serfin y Bancreser.
Paralelamente se llevaron a cabo procesos de saneamiento de los bancos que consistían en el otorgamiento de líneas de crédito para que estos pudiesen cumplir con sus obligaciones; ser rehabilitados y posteriormente vendidos, los bancos que fueron objeto de apoyos tendientes a sanearlos fueron: Serfin 79 mil millones, Atlántico 22 mil millones, Del Centro 19 mil millones, Promex 7 mil 800 millones, BBV 5 mil 900 millones y Santander 29 mil 500 millones. A Inverlat le aportaron recursos superiores a 45 mil millones de pesos.
El analista considera que la CNBV mantuvo la intervención en algunos de los bancos intervenidos por más de 5 años, pero paradójicamente y contraviniendo el artículo 7º transitorio de la LIPAB, el IPAB asumió los pasivos de los bancos intervenidos sin que se cumplieran las condiciones precedentes establecidas en dicho precepto y sin asumir la administración de ellas. Lo anterior elevó el costo fiscal del rescate bancario y permitió que los interventores “ocultaran muchas irregularidades cometidas”.
Es importante mencionar que el costo fiscal derivado de los Programas de Intervención y Saneamiento es mayor que los originados por los Programas de Capitalización y Compra de Cartera, sin embargo su costo es definitivo para el gobierno, sin haberse fincado hasta la fecha responsabilidad alguna a funcionarios o banqueros de dichas instituciones.
Programa de Capitalización y Compra de Cartera
Continúa el análisis de Di Costanzo: ante la severidad de la crisis y enfrentando un mal diagnóstico de origen, el Comité Técnico del Fobaproa decidió aplicar el denominado Programa de Capitalización y Compra de Cartera (PCCC), cuyo propósito era que los bancos incrementaran su capital mediante una fórmula que incentivaba a los accionistas a inyectar capital fresco a cambio de la compra por parte del Fobaproa de activos financieros acordados entre las partes. Esto dio por resultado la emisión de los famosos pagarés Fobaproa (inconstitucionalmente avalados por algunos funcionarios públicos, lo que constituye una de las fases de mayor ilegalidad del rescate bancario), pretendiéndose a espaldas del Congreso la aceptación de una nueva y onerosa carga fiscal. Es este acto soberbio y bochornoso el origen de la discusión sobre la legalidad y legitimidad de las obligaciones del PCCC.
El mecanismo de este programa consistía en que los accionistas de los bancos a cambio de la compra (pagada con un pagaré emitido por Fobaproa) de los flujos de una cartera crediticia acordada, los accionistas aportarían un monto de capital “fresco” equivalente al 50 por ciento del monto del pagaré. El pagaré de referencia generaría intereses capitalizables en base a una tasa de Cetes decreciente y con un plazo de 10 años. La discrecionalidad con que se aplicó este programa queda evidenciada con el hecho de que en el caso de Serfin el acuerdo fue de seis pesos de cartera por un peso de capital fresco.
La cartera que fue adquirida estaba compuesta por créditos superiores a los 200 mil pesos calificados y provicionados de acuerdo con su riesgo crediticio, los créditos eran seleccionados por los propios bancos y revisados por un auditor y validados por la CNBV. En caso de que los flujos recuperados no fuesen suficientes para saldar el pagaré, los bancos absorberían en promedio el 25 por ciento de la perdida y el 75 por ciento sería asumido por los contribuyentes a través del gobierno, a este mecanismo se le llamó perdida compartida. La inoperancia, discrecionalidad e ilegalidad de estos programas quedó así de manifiesto.