By

En el gobierno federal y en el Congreso apuestan porque el Sistema Nacional Anticorrupción resuelva, como en un acto de magia, todos los males que aquejan a la sociedad por la corrupción y la impunidad promovidas desde la misma esfera de la función pública; mientras que la sociedad civil, por naturaleza crítica y desconfiada de las acciones gubernamentales, duda que ese mecanismo sea suficiente en tanto los políticos y funcionarios mexicanos sustenten su poder y mando en la acumulación ilícita de dinero público, sin importar el daño que esto causa al país.

Por décadas, la  corrupción ha penetrado todas las estructuras sociales y todos los sectores políticos y económicos de México. Por ello, en la Presidencia de la República justifican la corrupción como un asunto cultural y en el resto del gobierno creen que no hay nada que hacer más que la sociedad soporte y padezca sus consecuencias, mientras que la burocracia perfecciona la impunidad y promueve la injusticia desde los mismos órganos encargados de combatirla.

Está tan arraigada la corrupción en el tejido social que se necesita primero una verdadera división de poderes, en donde el Legislativo y el Judicial dejen de estar sometidos al Ejecutivo y sólo sirvan para encubrir toda la corrupción promovida desde el gobierno. De igual manera, tanto el Congreso de la Unión como la Suprema Corte de Justicia de la Nación son omisos, complacientes  y hasta cómplices del Ejecutivo para beneficiarse del engranaje de la corrupción y a cambio otorgan impunidad a los delincuentes.

Y como en la realidad mexicana el que manda es el presidente de la República, sería bueno que desde Los Pinos se anteponga el compromiso social y se actúe con carácter, determinación y voluntad política para ordenar acciones concretas que permitan combatir la corrupción y perseguir a quienes se benefician de ella, como serían los mismos servidores públicos, sus familias y amigos; los empresarios que hacen negocios con el gobierno; los líderes sindicales que reciben prebendas y canonjías autorizadas por secretarios de Estado y directores generales de paraestatales y órganos descentralizados; los legisladores (senadores y diputados) que hacen negocios con el cabildeo de la asignación del presupuesto a sus estados y, por supuesto, los jueces, magistrados y ministros que administran la justicia para beneficiar a quien más pague.

Con la Constitución en la mano bastaría para meter presos a los corruptos y ordenar que los órganos encargados de hacer justicia hagan el trabajo para el cual fueron creados.

En ese contexto, llama la atención que la principal cúpula que aglutina a los empresarios más poderosos del país, el Consejo Coordinador Empresarial (CCE), ande tan activa para participar con el gobierno federal en todas las acciones que realiza. La semana pasada se reunieron gobierno y empresarios para supuestamente unir esfuerzos en el combate a la corrupción y la impunidad, para lo cual instalaron cuatro mesas de trabajo: prevención de la corrupción, reformas en materia de contrataciones públicas, simplificación de trámites y seguimiento de quejas. Seguramente más de alguno de los ahí presentes se moría de risa.

El orador en dicha reunión fue el secretario Virgilio Andrade, titular de la Secretaría de la Función Pública, quien piensa poder erradicar las conductas ilegales entre gobierno-empresarios con las siete leyes reglamentarias mediante las cuales el Congreso pondrá en marcha el Sistema Nacional Anticorrupción, por lo que convocó a la sociedad civil, en particular al sector empresarial, para avanzar en esa materia.

El presidente del CCE, Juan Pablo Castañón, fue más simple en sus demandas y pidió ampliar la información en Compranet, fortalecer la  figura de testigo social y avanzar en una tala regulatoria que agilice los trámites evitando el riesgo de caer en actos de corrupción.

En una propuesta más absurda y moralina, el líder empresarial externó la “necesidad” de homologar los códigos de ética entre los sectores público y privado, como si alguna norma ética le autorice a empresarios y burócratas a incrementar los costos de bienes y servicios que compra el gobierno a cambio de prebendas, sobornos y comisiones. De eso no hablaron, como tampoco lo hicieron de los cuantiosos desvíos de recursos públicos que realizan todas las secretarías de Estado y los gobiernos estatales y municipales, y cuyos recursos sirven para beneficiar a empresarios voraces y servidores públicos corruptos.

Por ello ni la Secretaría de la Función Pública ni la Auditoría Superior de la Federación –una dependiente del presidente y la otra del Congreso– han podido frenar la corrupción que cada día crece y perfecciona sus métodos de operación, los cuales son más creativos para evadir la acción de la justicia.

No recuerdo un solo nombre, en lo que va de la administración del gobierno de Enrique Peña Nieto, de algún funcionario de nivel superior que haya sido procesado penalmente y encarcelado por desviar recursos públicos, recibir sobornos, cometer fraudes, traficar con influencias, abusar del poder o lavar dinero sucio. Son todas esas acciones delictivas que se cometen desde las estructuras del poder político y que no enfrentan consecuencia alguna las que motivan a funcionarios y empresarios a seguir robando dinero del erario, de tal manera que ni reglamentos ni comisiones servirán para combatir la corrupción mientras la impunidad sea su protectora.

Miguel Badillo

About the Author