Lunes 12 de mayo de 2008

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Para Antonio Jaquez

Carlos Salinas de Gortari es un escritor municipal. Esta descripción del político mexicano metido en las andanzas de escritor, es la conclusión a la que llega un analista de la Revista de libros que se publica en España. Aunque el expresidente prometía la obra de un estadista, las ideas y la prosa de su primer texto que publicó: México un paso difícil a la modernidad, fueron un fiasco memorable.

Mientras aquel primer trabajo que le llevó a Salinas años de destierro y en la víspera de la puesta teatral en la feria del libro de Barcelona que Carmen Balcells, la agente literaria de Gabriel García Márquez y ahora también de Carlos Salinas, había logrado convertir en un bestseller de los textos políticos, el exmandatario y su séquito cortesano se preparaban en el hotel Ritz madrileño para irse en puente aéreo a la Ciudad Condal, hasta donde les llegó la noticia desde México, de que el periodista Joaquín López Dóriga había mandado al aire aquella llamada telefónica entre Raúl y Adriana Salinas de Gortari, en la que ambos se decían pelos y señales de su vida financiera y hablaban de su frustración de tener un hermano llamado Carlos.

Cuando el escritor Salinas arribó a la feria del libro catalana, llegaba ya como el manipulador de fondos públicos en su país (recordamos el mal uso que hizo de la llamada partida secreta para enriquecer a su familia, amigos políticos, intelectuales, dueños de medios de comunicación y uno que otro periodista) y como el encubridor de sus hermanos corruptos. Todavía se recuerda cómo en aquella conferencia de prensa en España, los periodistas que habían hecho el viaje para ser testigos e informadores puntuales de la rehabilitación pública del exiliado, en la indignación de la vergüenza compartida con los mexicanos que estaban en el salón de actos, en la mesa en la que tuvo lugar la conferencia de prensa, aventaban con desprecio los libros que el autor les había entregado previamente con la idea de autografiárselos.

En las pantallas de la televisión mexicana el escritor Salinas de Gortari era interrogado por todo lo que sus hermanos habían hablado telefónicamente. Desencajado por el fiasco televisivo, el exmandatario lucía más verde que el encuadernado de su libro y se perdía entre balbuceos y confesiones para evadir las preguntas directas que le formulaban los periodistas. Para esos momentos, el libro había perdido todo el valor de su posible integridad y el autor aprendió una nueva ley bibliográfica: telefonazo mata texto.

La “década perdida”

Sin las estridencias publicitarias de aquella época, porque las experiencias amargas moldean el carácter, Salinas de Gortari da cuenta ahora con un nuevo volumen, cuyo título curiosamente aparece entrecomillas en un alarde literario La “década perdida”. Con este nuevo libro de Salinas le ha sucedido lo que a Mario Moreno en Puerta joven, la película en la que el personaje de Cantinflas era el portero de una vecindad: todavía no aparecía el personaje en la pantalla y ya el público de las salas de cine se deshacía en hilaridad.

De la misma manera que a Cantinflas, nadie ha leído el libro de Salinas y ya todos lo han criticado y analizado. Ha sido suficiente para estos fines la crítica literaria en los anticipos publicados en algunas revistas y diarios. Las reacciones fueron las de siempre. Los detractores, atados a sus vínculos zedillistas, foxistas, lopezobradoristas y calderonistas, ya empiezan a decir: no me defiendas compadre, y son pocos entusiastas que se han conformado con las páginas periodísticas, sin arriesgarse ha entrar a las librerías cuyos precios parecen como de joyerías Cartier o Bulgari.

Y aunque Salinas de Gortari asegura que visita bibliotecas en el extranjero, seguramente no tiene la forma de localizar las mexicanas, la realidad es que en los dos textos y de manera más marcada en el de última aparición, es evidente que es un mal lector bibliográfico y es un afanoso trabajador hemerográfico. Como se ve en sus libros, no hay una relación bibliográfica y como autores de textos le basta citar a sus cuates Roderic Ai Camp, Roberto Mangaveira y Jhon Womac junior. Cuando cita a un autor como Samuel P. Huntington para darse lija liberal e intelectual, lo cita en inglés porque tal vez ignora que hay traducción al español en Paidos y a la fecha se encuentra hasta en las librerías más modestas de la ciudad de México.

Su apoyo en la información periodística es basta, incluso el título, como lo confiesa el mismo autor, lo obtuvo de las menciones que encontró en diversos medios nacionales e internacionales. El recurrir frecuentemente a las citas periodísticas, en perjuicio de las bibliográficas, le permite traer a amigos y enemigos que encuentran el disimulado elogio –que es el arte de la pequeña corrupción- como la aprobación de su trabajo opinativo, crítico e incluso editorial.

Contrario a lo que pasa en estos momentos en relación con el texto publicado por Debate, la realidad es que no es para tomarse muy en serio ni tendrá la repercusión que pretenden darle los analistas. Ya hay quien lo ve como una nueva escalada política de un personaje maquiavélico al que le rodea la imaginación en la mezcla muy mexicana de mito, cuento y chisme.

Si realmente las explicaciones de liberalismo mexicano quieren y pueden ser tomadas en serio, hay un texto que sin tanto ruido publicitario, tal vez porque su autor no tiene un afamado agente literario, ha dado lugar a una confesión personal, breve y cruda de los proyectos que ingeniaron para conducir al país al abandono de su experiencia histórica revolucionaria y llevarlo por los caminos de un liberalismo mal comprendido y peor aplicado. Miguel de la Madrid, en un volumen breve, El ejercicio de las facultades presidenciales, explica motivos, razones y propósitos de un proyecto político –incluso llevado a la Constitución como decisión fundamental- que después no pudieron descifrar sus sucesores, incluido Carlos Salinas de Gortari. Los propósitos del primer presidente liberal o neoliberal eran conservar y fortalecer las instituciones democráticas; vencer la crisis; recuperar la capacidad de crecimiento, e iniciar los cambios cualitativos que requería el país en sus estructuras económicas, políticas y sociales (1983).

Las dos décadas perdidas

Si este era el proyecto de los liberales que no entendía bien a bien la modernidad de la sociedad informacional y la de mercado, entonces no es una sola la década perdida, sino dos cuando sumamos 6 años de Salinas, 6 de Zedillo, 6 de Fox y 2 de Calderón = 20. Esto quiere decir que a lo mejor a Salinas y su agente literaria se les perdió el volumen I o, simplemente, prefirieron publicar primero el volumen II.

No hay duda que la pérdida de la década de Salinas y de Zedillo es tan grave como la de Fox y de Calderón, porque en el fondo están vinculados al mismo cuerpo de doctrina ideológico, solamente matizado por algunos datos pintorescos y de conciencia. Si Salinas no hubiera sido el presidente de la turbulencia codiciosa, financiera e inmobiliaria, que llevó a toda su familia a zonas de desastre en las procuradurías y los tribunales, no existiría ninguno de sus textos. Pues tal parece que su inspiración literaria nace en las comisarías y en las oficinas de los ministerios públicos del país y de otras naciones. Y ha propósito de pérdidas, tal vez Carlos Salinas nos pueda decir ¿en dónde andan Justo Ceja y Manuel Muñoz Rocha? Porque a lo mejor hay que ir pensando en contratar a Indiana Jones para una nueva serie que se llamaría En búsqueda de las tumbas perdidas.

Y ya que hablamos de expresidentes, el caso de Ernesto Zedillo es grave por su trasvestismo ideológico: lo postula el PRI y de inmediato se convirtió en el primer panista de América. Se asegura que es un tecnócrata mexicano, pero en realidad su vida y destino se hacen en el extranjero, por cierto con éxitos económicos, académicos, profesionales y de prestigio que ya los quisiera Carlos Salinas. En cuanto al reto de uno contra el otro que bravuconamente hace Salinas, Zedillo acredita ser buen discípulo del maestro y aplica el viejo principio salinista: ni te veo ni te oigo… ni te leo.

El caso de Vicente Fox no amerita gastar tanta tinta, pues aunque comparte ambiciones y estilos literarios con su maestro Salinas, sólo representa la tragedia compartida y la lección que no se volverá a repetir: los cómicos no son buenos para ejercer el poder. En cuanto a Felipe Calderón todavía no escribe nada, pero lo que se ve si llega a hacerlo, su libro bien podrá ser un manual o tal vez un simple breviario.

Pero volviendo al libro de Salinas, éste tiene algunos detalles humorísticos que al autor le resultaron imperceptibles mientras escribía. Citando algún artículo periodístico asegura:

El deterioro de la cultura cívica se acentuó durante este periodo: 82 por ciento de los mexicanos sostuvieron que confiaban poco o nada con sus semejantes.

El exmandatario olvida que uno de los semejantes menos confiable para los mexicanos es él, precisamente, con civismo y sin civismo.

Según él, en su “obra” va desarrollando un análisis en calidad de tratadista. Habla de la política social, la autodeterminación popular y la soberanía nacional. En esta línea analítica, en el capítulo 5 (anuncia un rubro, que es francamente un temazo, Las libertades y el Estado de derecho) el lector entiende que va a encontrar allí la clave del liberalismo o, que ahora sí, Salinas deje ver sus influencias teórico políticas y jurídicas que le permitieron gobernar a un convulsionado país, pero el fiasco mayor es cuando sin citar autor alguno, basa su análisis en sus sufridas experiencias judiciales que lo llevaron a referirse a sus juristas predilectos: Jorge Carpizo, Diego Valadés, Juan Velásquez, Juan Collado y ahora hasta Ulrich Richter. En fin, el título anuncia que hablará de la esencia misma de su pensamiento político que inspiró las acciones de su gobierno para llevar a México a su idea de la modernidad, y una década después vemos a un país convertido en un centro de guerra entre cárteles de la droga, policías y funcionarios corruptos, gobernantes mediocres y en medio una población que pide auxilio en el desierto.

Así, sin perder su calidad de escritor municipal, como lo calificaron en España sobre su primer libro, Salinas ahora se convierte en escribano judicial. De sus resentimientos y amargas experiencias judiciales, personales y familiares –para que ni piense en demandar, el que hace pública la situación de su familia es el mismo autor-, Carlos Salinas hace un resumen peculiar y subjetivo de las vicisitudes judiciales que padecieron él y sus hermanos como consecuencia de todos aquellos temas que tocaron en la llamada telefónica: pasaportes falsos, dineros con origen y destino oscuro, riqueza inmobiliaria, en fin, ésta sí una buena historia de policías y ladrones. Pero a Salinas, según sus ingenuas explicaciones, en La “década perdida” encontró algo que él y los suyos dieron lugar a conductas que son relevantes para las leyes penales de manera globalizada. Entonces, el suyo fue un caso de justicia penal global. Él es el que enumera cortes, tribunales y fiscales de todas partes del mundo: mexicanos, estadounidenses, franceses, ingleses, suizos, holandeses. En este capitulo, Salinas el amanuense de juzgado, descubrió que la sociedad de mercado entiende bien la delincuencia y el desprestigio de manera global.

Por eso en esta década, su gobierno, sus allegados, sus subalternos y su familia alcanzaron la globalidad de la infamia que no logra vencer el texto de un escritor que ya es costumbrista.

En fin, el libro no es un documento político, sino un gracioso alegato jurídico que aprovecha para repartir mandarriazos y calificativos al aire para ver quién se pone el saco. Nada recomendable para leer.

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